martes, 17 de marzo de 2009

Inés de Bazán

 
Y anduvo tan valerosa una mujer española que tenía cautiva el holandés, que hurtándole mucha pólvora y balas se las envió a los españoles por estar con necesidad de municiones, enviándoles a decir con un niño de diez años, que peleasen con ánimo y valor, que en breve vencerían al enemigo. Y siendo descubierta la mandó azotar, y ella con mucho gusto y contento de haber socorrido a los católicos sufrió con gran valor más de trescientos azotes que le dieron.
 
 
P. Diego de Rosales
 
 

También llamada Inés Bazán de Aróstegui, nació de padres españoles en Nueva España (México), cerca de 1552, según su partida de nacimiento y lo indicado por uno de sus hijos al testar; Thayer Ojeda sin embargo, señaló que pudo ser hija de Bartolomé Bazán y Ana Quero, que fueron vecinos de Valdivia y Osorno a mediados del siglo XVI. En una partida de matrimonio se la llama Inés de Aróstegui Bazán Quero.
        Heroína de Castro. Célebre por su coraje en la defensa de esta ciudad en el otoño del año 1600, cuando la tomó y saqueó el corsario holandés Baltasar de Cordes, quien llegó a Chiloé por el Estrecho de Magallanes en su navío La Fidelidad, y se confederó con los indios huilliche de la provincia, que esperaban deshacerse de los españoles que desde 1567 ocupaban Chiloé sometiéndolos al duro régimen de encomienda. Los naturales no podían dejar pasar la oportunidad: al mismo tiempo del arribo del holandés, el alzamiento general ya iniciado por sus hermanos mapuche de más al norte mantenía ocupado a la mayor parte del contingente militar español en Chile. En Lacuy, al noreste de la isla de Chiloé, los indios persuadieron al corsario de aliarse con ellos para expulsar a los castellanos, ofreciéndole por recompensa "cuatrocientos mil pesos de oro que lavarían en breve tiempo, y todos los despojos de la ciudad". Cordes debía tomar Castro y matar a todos los españoles, dejando a los indios la tierra y las mujeres. Por principio de paga, dice el historiador jesuita Diego de Rosales, le trajeron una barreta de oro.
        Holanda estaba en aquel tiempo en guerra con España, que ocupaba los Países Bajos, y La Fidelidad integraba una expedición de cinco naves bien armadas que tenía por finalidad el comercio en Asia y de paso el hostigamiento de las posesiones españolas en las Indias, cuyas riquezas alimentaban el poderío bélico hispano. Organizada en Rotterdam por una sociedad que integraba el rico comerciante Simón de Cordes, hermano de Baltasar, al enfrentar las tempestades de Magallanes en el invierno de 1599 los buques no pudieron permanecer unidos, y La Fidelidad debió fondear por largos meses en una bahía cercana al Estrecho hasta que pudo salir al norte. Habiendo muerto un tercio de su tripulación —de escorbuto, hambre, frío, o ataques de los indios patagones—, y sufrido considerables pérdidas materiales, Baltasar de Cordes vio en el ofrecimiento de los indígenas chilotes una forma de compensarlas, y volver a su país o seguir a Asia con buen botín.

La toma de Castro

        Hecho el trato, desde Lacuy el corsario navegó con rumbo sureste hacia la costa de Castro. Llegó a la bahía  con su navío engalanado de "gallardetes y banderas de quadra, y tocando sus clarines". Un tripulante desembarcó para informar a los españoles que eran comerciantes y sólo les interesaba el intercambio de mercancías; que mandaran a alguien a parlamentar. El corregidor de la ciudad Baltasar Ruiz de Pliego envió a la nave al capitán Pedro de Villagolla, "persona práctica y de buen entendimiento" que seguramente entendía el flamenco. El español se sorprendió con la apariencia del "mercader" holandés. Era joven, de veintitantos años, carismático, muy educado y "tan hermoso y bien hecho mancebo que su vista robaba los ojos y la afición de cuantos le veían". No le fue difícil ganar la confianza de Villagoya con múltiples atenciones y presentes.
        Cuenta el padre Rosales en Historia del Reino de Chile que "el holandés hizo ver a Villagoya la necesidad en que se hallaba de bastimentos, y que le diesen treinta vacas hechas cecina y algunas legumbres, que todo lo pagaría liberalmente. Y que supiese que los indios le habían prometido doce almudes de oro y todos los despojos de la ciudad y venir ellos a ayudársela a saquear. Que se guardasen de ellos, que eran traidores y estaban disgustados de su trato y del trabajo en que los ponían. Pero que él no. Que no trataba de hacer mal a nadie, ni venía con intentos de ofender aquella provincia. Daba muestras de que era católico, y que sólo pedía que por su paga le diesen bastimentos suficientes para el viaje de vuelta a su tierra". 
        El delegado español volvió a Castro a informar al Cabildo de las intenciones declaradas por el holandés y del poder de fuego que pudo husmear durante su permanencia en la nave. La asamblea concluyó que "por las pocas fuerzas que tenían, no era bien provocarle a que por fuerza de armas pidiese lo que con buenas cortesías suplicaba". En efecto, La Fidelidad era un buque de más de doscientas toneladas, muy bien artillado y con abundante armamento liviano, una nave de guerra. En contraste, Castro sólo contaba para su defensa con un escuadrón armado miserablemente con nueve arcabuces casi sin munición y algunas lanzas. Con estas razones, y a pesar de la firme oposición del único escéptico, el capitán Luis Pérez de Vargas, el Cabildo acordó se le vendiesen a los navegantes las provisiones, dejando constancia del trato ante el escribano. Regresó Villagolla a la nave llevando un documento que detallaba el convenio para firma del jefe holandés, al que además entregó algunos regalos del Corregidor. Pagadas las mercancías, comenzaron a subirse a bordo. La confianza aumentaba y el trato se tornaba amistoso. Cordes lanzó una propuesta más: sugirió que para desenmascarar a los indios insurgentes, los españoles prendiesen fuego a un rancho, y que dispararan su mosquetería, que él haría lo mismo, pues tal era la señal que esperaban los indígenas para atacar. Dijo que cuando los indios acometieran a los españoles, ellos saldrían por otro lado para encerrarlos. Seducido por el plan, Villagoya tuvo que confesarle que no estaban en condiciones de combatir a los indios, pues casi no tenían pólvora ni balas. Imaginamos la complacencia que debió sentir el holandés ante tal revelación. Disimuló sin embargo, y le entregó aparentando el mayor gusto una botija de pólvora y mil balas de arcabuz. La confianza del español ya era total.

        Volvió contento a la ciudad el capitán Villagoya, portando el preciado socorro de municiones y dando cuenta a sus compañeros de la buena voluntad del forastero y su plan para sorprender a los indios rebeldes. El Corregidor mandó al alba del día siguiente quemar una casucha en las afueras de la ciudad, y disparar siete mosquetazos. El holandés respondió con cuatro. Pero no se produjo ni amago de ataque indio. Intrigado, el Corregidor envió una patrulla a los campos a averiguar en qué estaban los naturales.
        Cordes por su parte mandó decir que se habían equivocado, que el rancho quemado debía estar dentro de la ciudad. Para tratar y coordinar mejor los detalles de un nuevo plan, que fuesen a verle los oficiales principales. El capitán Villagoya volvió a la nave esta vez con cinco capitanes más.
        Bien, a esta altura debemos admitir la posibilidad que Pedro de Villagoya, aunque dicen tenía "buen entendimiento", no fuera tan listo. Evitaremos usar el adjetivo muy chileno que tenemos en mente porque el desdichado Capitán lo pagó bien caro: Al abordar, él y los otros cinco oficiales fueron cobardemente degollados y echados al mar. 
        Desembarcó enseguida Cordes con toda su gente al mismo tiempo que desde las laderas de las lomas que rodean Castro comienzan a desprenderse innumerables pelotones de indios de guerra. "Viendo esto, sigue Rosales, recogióse el corregidor Baltasar Ruiz de Pliego a la iglesia con todas las mujeres y con la gente que le quedaba y con el cura Pedro de Contreras Borras, por parecerle estaban defendidos en el seguro del sagrado y por ser la iglesia grande y fuerte".
        Vana esperanza. Con fuerzas varias veces superiores a las españolas, Cordes y los indígenas reducen y degüellan al corregidor y la mayoría de los soldados, y enseguida logran meterse en la iglesia, degollando al sacerdote Contreras, al capitán Rodrigo de Escobar, que defendió la entrada hasta morir, "y a los más de los vecinos, con que se apoderó de toda la ciudad".
        A Inés de Bazán, que mosquete en mano trató de impedir el asalto al templo y la degollina, le perdonaron la vida junto al resto de las mujeres, "no por compasión —dice un historiador— sino para que fueran pasto de sus deseos". También porque luego de desahogar sus urgencias, debían dejárselas a los indios de acuerdo al trato. Quedaron encerradas allí junto a sus hijos. 

La resistencia

        Los holandeses se instalaron en una de las mejores casas de la villa y con ayuda de los naturales, construyeron alrededor una empalizada de madera con dos bastiones, y en cada uno dispusieron dos cañones y seis mosqueteros. Diez piratas permanecieron en la nave, y treinta y ocho se establecieron en el fuerte con más de seiscientos indios aliados, a los que armaron con corseletes de cuero y con picas con puntas aceradas que traían de Holanda. Vicuña Mackenna señaló que Baltasar de Cordes incluso se proclamó rey de todo el Archipiélago de Chiloé. No obstante, pensaba quedarse sólo algunos meses, hasta que los naturales pudieran extraer de los lavaderos la considerable cantidad de oro prometida en paga, y abarrotaran con carnes y provisiones el buque.
        Unos diez vecinos y soldados españoles que pudieron escapar o se encontraban en sus campos y encomiendas al momento del ataque, se unieron al grupo de quince que andaba de patrulla fuera de la ciudad. Al comprobar "los destrozos y crueldades que el holandés había hecho con la gente —cuenta Rosales se mantuvieron en la mira, esperando socorro de Osorno, como lo habían enviado a pedir". El destacamento quedó al mando del capitán Luis Pérez de Vargas, cuya mujer, hijos y suegra estaban cautivos del pirata. Apostados en un lugar cercano —que las fuentes llaman Llollao pero que debe tratarse de Llaullao, al norte de Castro—, el jefe de la pequeña compañía española ponderó sus opciones. Superados ampliamente en número y sin municiones, el ataque directo para rescatar a sus familias era del todo insensato. Sólo una estrategia parecía razonable: demorar cuanto fuese posible el zarpe del enemigo, en la esperanza que llegara refuerzo de Osorno. Decidieron entonces concentrar todo su empeño en tomar y resistir a cualquier costo los pasos por donde los indios llevaban a los holandeses las entregas de oro, "el abasto de carne" y los demás suministros para embarque. Impedido de continuar la carga del botín, el pirata propuso a Pérez de Vargas un intercambio. Da cuenta de ello el padre Gabriel Guarda en esta perturbadora información publicada en Los Encomenderos de Chiloé (Ed. Universidad Católica de Chile, 2002): "para recuperar el paso el jefe holandés le envió embajada con su suegra, ofreciéndole liberar a su mujer e hijos, pero él, sacándose la daga que llevaba al cinto se la envió a los corsarios diciéndoles que con ella podían pasar cuchillo a toda su familia".  Si el Capitán dejaba pasar los suministros pronto zarparía el navío y el resto de sus hombres perdería a sus familias. O eso presumimos, pues así alcanzamos a entender, apenas, la descomedida respuesta del jefe español.
        En el pueblo por su parte doña Inés de Bazán tomó el liderazgo de la resistencia y pasó a la ofensiva. Junto a un soldado de apellido Torres, aprovecharon una de las habituales borracheras de los invasores y sus compañeros indios para mojar las mechas de sus cañones y la pólvora, y robar municiones para los guerrilleros de Pérez de Vargas. Les envió un niño mensajero a avisar de la oportunidad, alentándolos a rescatar a sus mujeres y niños, "que peleasen con ánimo y valor" como españoles que eran; que ella estaría esperando para combatir a su lado. Así, con el renovado entusiasmo infundido por la brava mujer, y la inmejorable coyuntura que les ofrecía, los hispanos se aventuraron a liberar a sus familias.
        Alcanzaron a rescatar siete de las cautivas y soltar el ganado ya reunido por los corsarios, antes de que éstos y sus indios reaccionaran. Pero con la artillería arruinada, la pólvora húmeda y la resaca, no pudieron hacer mucho daño. En cambio los hispanos, gracias a la munición provista por la líder, pudieron matar en el combate dos holandeses y herir a Cordes de un balazo mientras éste trataba de capturar a Inés, que se rezagó en las puertas de la iglesia intentando rescatar más mujeres. Alcanzó al fin a apresarla y enfurecido, la condenó junto al soldado Torres a ciento cincuenta azotes y a la horca. Pero flagelado y colgado Torres, el corazón del rufián se tranquilizó un poco, y perdonó la vida de Inés conmovido por su coraje, y acaso también porque de algún modo le atraía y pensaba llevársela y servirse de ella en su viaje. De todas formas, le dieron largo y firme con el látigo hasta completar cuatrocientos azotes, según una fuente contemporánea de los hechos, algo menos según otras. Y no bastándoles abrir las carnes de su espalda, los desalmados continuaron el martirio con un apaleo:  "Le desbarataron la cara, paseándola por las cuatro esquinas". 
 

El socorro del Coronel

 
        Mientras tanto un poco al norte, por esos días el grueso del ejército conquistador español estaba en medio del formidable alzamiento de la alianza mapuche-huilliche que terminó por destruir las llamadas ciudades de arriba, y que se había desencadenado luego que el toqui Pelantaru y sus bravos purenes sorprendieran y dieran muerte en el Desastre de Curalaba en 1599, cerca de Lumaco, al gobernador Martín García Oñez de Loyola.
        Las ciudades de Santa Cruz de Óñez,  Los Confines de Angol, La Imperial, Cañete de la Frontera, y Santa María la Blanca de Valdivia ya habían sido destruidas o despobladas. 
        Villarrica y Osorno apenas se sostenían. Mas en medio de aquellos apremiantes trabajos de guerra, el coronel Francisco del Campo, que estaba al mando del ejército, no vaciló en partir desde las cercanías de Osorno a Chiloé cuando días después de la Semana Santa de 1600 fue advertido de la presencia de los holandeses en la isla y de su alianza con los huilliche. Tuvo que enfrentar, en todo caso, la oposición de los vecinos de Osorno que con toda razón le urgían "para que no desamparara la tierra porque había cinco mil indios de guerra y se les alzarían los pocos indios que había de paz e pondría en mucho riesgo la ciudad". 
        Francisco del Campo había integrado de joven la expedición fundadora de Castro que el verano de 1567 encabezara Martín Ruiz de Gamboa. A comienzos de mayo de 1600 reunió unos ciento cincuenta soldados en la costa de Carelmapu. Cruzó el Canal de Chacao como Ruiz de Gamboa, con los hombres en piraguas —dalcas y los caballos a nado, asidos por las riendas. Cuatro días demoró en el paso, "pues por ser invierno andaba la mar mui brava", contaba él mismo. Añade que ya en la isla se enteró por un cacique "que el inglés (sic) estaba en el puerto de Castro, y que los españoles andaban por el monte huidos; luego despaché un indio, continúa, con una carta para los españoles que andaban en el monte, el cual fue y me trajo respuesta y aviso de como el inglés se había apoderado del pueblo y muerto todos los hombres dél, excepto veinte y cinco que habían salido al campo, y que tenía mujeres presas".
        Siguieron Del Campo y los suyos al este en dirección a la bahía de Castro avanzando por la costa con el mayor sigilo, superando las considerables dificultades que imponía la topografía de sucesivos montes y quebradas con selvas espesas. Hasta que a unos diez kilómetros del pueblo dio con los hombres de Pérez de Vargas, encontrando a las mujeres que habían podido escapar tan desesperadas, dice, "que cuando nos vieron les pareció que las habíamos sacado de esclavas". Pérez de Vargas le informó que el holandés estaba desprevenido de la venida del refuerzo, pues estimaba improbable el cruce del Canal de Chacao con caballos y en medio del invierno; lo puso al tanto también del número y armamento del enemigo. 
        Experimentado militar, para mantener la sorpresa el Coronel no se detuvo más de una hora en ese lugar, y se movió en silencio y a marcha forzada hasta llegar a unos cinco kilómetros del pueblo. Esperó allí la noche, y reanudó el avance en la oscuridad hasta asomarse a las inmediaciones del fuerte de Cordes.
 

Combate de Castro

 
        Desde una altura y al amparo de la oscuridad el jefe español y sus oficiales examinaron la fortificación. El resplandor de las fogatas enemigas permitía distinguir lo esencial: primero una gruesa línea perimetral de indios apostados por toda la base del muro de troncos, tras una trinchera; luego la empalizada, con los dos cubículos y sus cañones;  ya adentro otro cañón apuntando a la entrada. Más atrás la casa fuerte donde permanecía la mayoría de los holandeses.
        Antes del amanecer Del Campo distribuyó los escuadrones. El plan era sencillo y se basaba en la ventaja de la sorpresa y del ataque de noche: mientras la mayor parte acometía y distraía a los indios, la compañía del capitán Jerónimo de Peraza trataría de neutralizar la artillería del muro. La compañía a cargo del capitán Francisco de la Rosa por su parte debía trasponer la muralla con escaleras improvisadas, intentar tomar el cañón de la entrada, y abrir el portón para la arremetida de los de a caballo. Finalmente y por si lo anterior no resultaba, los del capitán Agustín de Santa Ana, intentarían meterse reventando una sección de la empalizada que parecía vulnerable.
        Con una sentida arenga Francisco del Campo inflamó el ánimo del tercio. Presentimos puso de ejemplo el arrojo y calvario de Inés de Bazán, aunque no podemos saberlo. Sí consta que prometió buenos repartimientos en premio. Todos listos, avanzan en silencio aún de noche. "Al despuntar el lucero", dice Rosales, el Coronel da la señal: ¡Cierra España!
        ¡Cierra España! atronaron sus hombres mientras caían como aluvión sobre la línea de indios de afuera. Éstos, luego del primer instante de sorpresa, oponen feroz resistencia, matando muchos españoles. Pero los del capitán Peraza consiguen reducir a los artilleros del muro, para que trepen los de La Rosa que alcanzan el portón y logran abrirlo, a pesar del fuego holandés de mosquetería y del cañón de la entrada. Los de a caballo entran cargando a lanzadas intentando llegar a la casa fuerte de los corsarios. Por allá los del capitán Santa Ana han logrado romper la pared y se cuelan más españoles. Desatada la batalla campal los holandeses se defienden valientemente; resisten junto a los indios dos horas sin ceder posiciones.
        Ya en pleno día, algunos piratas no pueden aguantar el apremio y retroceden a la casa fuerte; Baltasar de Cordes está entre ellos. El capitán La Rosa toma una bandera y junto a otros los asedia a caballo. Agita el emblema y a voz en cuello clama ¡Victoria! Los indios, que hasta ese momento seguían peleando con denuedo, ante el grito de triunfo español y viendo el repliegue de sus confederados comienzan a flaquear, "se les caen las alas del corazón" dice con singular acierto Rosales. Cordes y los suyos siguen defendiéndose, ahora en la casa fuerte. El Coronel exige la rendición; se niegan. Ordena quemarlos con casa y todo. El rancho arde por sus cuatro costados y ahora sí, están perdidos. Arrancan desesperados de allí y tratan de salir de la empalizada por una puerta falsa, pero el Coronel con otros doce de a caballo alcanza a cerrarles el paso. Se devuelven, corren hasta el portillo que había hecho el capitán Santa Ana, logran salir y se arrojan dando tumbos cuesta abajo por una ladera que daba a la playa, donde tenían una lancha, mientras los de su barco se descuecen disparando los mosquetes para proteger la huída. 
        Murieron veintiséis holandeses y unos trescientos indios; los españoles contaron diez muertos y una docena de heridos. Baltasar de Cordes consiguió escapar "herido y roto" en La Fidelidad, pero fue hecho preso meses más tarde por los portugueses en las Islas Molucas, para variar, por traición. Un español de apellido Juanes que había servido a los holandeses fue ejecutado en el acto con tiro de arcabuz. Finalmente, indecible fue el alivio y la euforia de las mujeres rescatadas con sus niños: dijeron que el pirata estaba listo para irse dentro de dos días, llevándose a diez de ellas y entregando las demás a los indios.
        Como tantas veces en la conquista de Chile sin embargo, la sombra de la más inhumana crueldad, oscureció el heroísmo español y el notable talento militar del Coronel. Si bien resulta inadecuado un juicio moral a cuatrocientos años de estos acontecimientos, menos si el juez no ha tenido a su mujer abusada y cautiva con sus hijos, permítasenos decir que los españoles castigaron a los indios con un salvajismo similar al mostrado por los holandeses. Así se confirma en la siguiente información escrita por Del Campo dando cuenta de estos sucesos al Gobernador de Chile: "junté todos los caciques culpables que fueron dieciocho, y los metí en un rancho de paja y los quemé, dándoles a entender que los quemaba porque habían metido al inglés (sic). En toda aquella provincia, añade, no quedó cacique vivo, que otros siete u ocho que había, los matamos la mañana que dimos en el fuerte con los ingleses. De allí, dice finalmente, escribí al capitán Luis Pérez de Vargas una carta en que le mandaba que ahorcase hasta treinta caciques y algunos indios muy culpados, lo cual ha hecho muy bien y me ha enviado testimonio de ello".
        El padre Rosales concluye: "Los metió a todos los treinta en un rancho de paja, atados de pies y manos, y le hizo pegar fuego, quemándolos a todos vivos, que en los alaridos, en las llamas y el horror, fue un retrato del infierno." 
 

Oyarzun

        Luego del desalojo, Inés de Bazán obtuvo merced y encomienda de indios huilliche en las riberas del río Gamboa, cerca de Castro, donde existían arenas auríferas. En enero de 1603 estaba en el fuerte de la Trinidad de Valdivia, donde dio poder para presentar probanza de méritos suya y de su marido a su hijo Juan y a su yerno el alférez Baltasar del Águila Guerrero, documento que no firmó por no saber hacerlo. En esa información declaran varios testigos presenciales, entre ellos el capitán Luis Pérez de Vargas, quien señaló le constaba la flagelación a que fue sometida Inés, y que sus huellas eran evidentes en su rostro.
        Los chilenos apenas la recuerdan con alguna calle y villa en Chiloé. Incluso sus descendientes, los Oyarzun, que se reparten profusamente por todo el país, la mencionan sólo como la esposa del ancestro de su apellido, Joanes (Var. Juanes) de Oyarzún Lartaún. El historiador e intendente don Benjamín Vicuña Mackenna sin embargo, la elevó al pedestal que le corresponde. Dijo en su Historia de Valparaíso: "El pérfido corsario holandés, que traicioneramente se apoderó de Castro, completó, sin quererlo, el terceto de heroínas de Chile colonial que llevaron igual nombre: Inés de Suárez, Inés de Aguilera e Inés de Bazán".
        La líder de la resistencia de Castro falleció tranquila en su ciudad, hacia 1629. 
        
 
 
 
 
Fuentes:
 
  1. Las partidas de nacimiento y matrimonio de Inés de Bazán pueden verse en familysearch.org.
  2. Tomás Thayer Ojeda - Formación de la sociedad chilena y censo de la población de Chile en los años de 1540 a 1565; Imp. Universidad de Chile, 1939.
  3. R.P. Diego de Rosales - Historia General del Reino de Chile, Flandes Indiano, T. II; escrito hacia 1670 y publicado por Benjamín Vicuña Mackenna, Imp. del Mercurio, Valparaíso, 1878.
  4. Jerónimo de Quiroga - Memorias de los sucesos de la guerra de Chile; escrito hacia el año 1690; compilado por Sergio Hernández Larraín en 1909 y publicado por Ed. Andrés Bello, Santiago 1979.
  5. Diego Barros Arana - Historia General de Chile, T. III; reeditado por Ed. Universitaria, Santiago, 2000.
  6. Gabriel Guarda O.S.B. - Los Encomenderos de Chiloé, una nobleza insular; Ed. Universidad Católica de Chile, 2002.
  7. Benjamín Vicuña Mackenna - Historia de Valparaíso, T. I; publicado en Obras Completas de Vicuña Mackenna por la Universidad de Chile, 1936.
  8. Crescente Errázuriz - Seis años en la Historia de Chile (23 de diciembre de 1598 - 9 de abril de 1605), T. I; Imprenta Nacional, Santiago 1881.
  9. Carlos Valenzuela Solís de Ovando - Tradiciones Coloniales, Ed. Nascimiento 1975.
  10. Claudio Gay - Informe de Francisco del Campo sobre los acontecimientos de las provincias de Valdivia y Chiloé; publicado en Historia Física y Política de Chile según documentos adquiridos en esta república, T. I; impreso en París, 1846.


sábado, 28 de febrero de 2009

Marina Ortiz de Gaete


Pedro vio a Marina en el único sitio donde podía encontrarla en público: a la salida de misa. Marina tenía trece años y todavía la vestían con las crinolinas almidonadas de la infancia. Iba acompañada por su dueña y una esclava, que sostenía un parasol sobre su cabeza, aunque el día estaba nublado; jamás un rayo de luz directa había tocado la piel translúcida de aquella muchacha pálida. Tenía el rostro de un ángel, el cabello rubio y luminoso, el andar vacilante de quien carga con demasiadas enaguas.
Isabel Allende en una de sus novelas.

Nació por 1509 en Zalamea de La Serena, un pueblo de la provincia de Badajoz, comunidad de Extremadura, España. Fue hija del caballero hidalgo de origen vizcaíno Francisco Ortiz, y de Leonor González de Gaete, de noble familia cordobesa. 
        Se enamoró adolescente del capitán Pedro de Valdivia, un hidalgo más bien pobre, pero con cierto porte de señor, "amigo de andar bien vestido y lustroso", cuenta uno que le conoció. Casaron hacia 1527 y vivieron de la pensión de soldado de Pedro y de labores agrícolas y de pastoreo en las tierras de la familia de Marina en las llanuras de la comarca de La Serena. No tuvieron hijos. 
        Poco antes del matrimonio, Pedro estaba de regreso en su natal Extremadura luego de servir con distinción en el ejército del emperador Carlos V, en las campañas de Flandes en 1521 y en Italia entre 1522 y 1525. Se había enrolado muy joven en la milicia española como simple soldado, desempeñándose a las órdenes de dos de los más insignes tácticos de ese siglo, Próspero Colonna y el Marqués de Pescara, con quienes se ilustró en el oficio militar. "Esta manera de servir a Su Majestad, decía él mismo con evidente orgullo, me mostraron mis padres y deprendí yo de los generales de S.M. a quienes he seguido en la profesión que he hecho de la guerra". 
        Casado ahora el guerrero, capitán de la mejor milicia del mundo de aquel tiempo, vivía sin embargo reposadamente, dedicado a la agricultura con su mujer. Para un oficial del ejército imperial español del siglo XVI no era ésta, ciertamente, la mejor forma de servir a "Dios y al Rey". 
        Porque Valdivia además era astuto y ambicioso, y tenía un inusual gusto por el vértigo de la aventura incierta. Con sueños de celebridad y grandeza, no podía entonces estar conforme pasando sus mejores años ocupado en criar animales. Le imaginamos por la campiña extremeña en estos trabajos, pero con su mente volviendo persistente, atrapada por el ensueño, a ese momento inolvidable en Lombardía cuando integrando el escuadrón de arcabuceros que decidió la famosa batalla de Pavía, vio caer herido frente a él, y rendirse con un estoque español al cuello, al propio rey Francisco I de Francia. Había pues contemplado de cerca el rostro de la gloria. Mas ahora debía encargarse de la cosecha o de arrear las ovejas, mientras por toda España volaba la fama de las hazañas de los extremeños Hernán Cortés en la Nueva España y Pizarro en el Perú, y de muchos otros hidalgos sin oficio militar que hacían nombre e inmensas fortunas en las Indias. 
        Así que debe haber estado harto de la vida campesina cuando hacia fines de 1534 vino a verle su entrañable amigo y camarada de las guerras italianas, el capitán Jerónimo de Alderete. Reclutaba hombres con experiencia militar para la  conquista de la provincia de Paria en Venezuela, "un paraíso terrenal de innumerables poblaciones y riquezas", decía el pregón de la época. Podemos suponer que no dudó en partir al Nuevo Mundo resuelto a cambiar, a punta de espada y astucia, su destino de labrador por el de conquistador y señor de provincias exóticas, "para dejar memoria y fama de mí, ganándolas por la guerra, como un soldado". 
        ¿Y Marina? La vida habrá cambiado mucho en los quinientos años que nos separan de esos días. No así, presumimos, las promesas que los hombres hacemos en tales circunstancias: Que enviaría por ella en breve, apenas pudiese establecerse en alguna comarca con una encomienda de vasallos para servirla, como noble que era. O tal vez un regreso cargado de fortuna para darle la vida que por su cuna merecía.
        Se fue Valdivia a América no sólo con sus sueños, sino también con la plata que había aportado Marina en dote para el matrimonio. Como el bisoño conquistador era medio pobre, no tenía de dónde más financiar los considerables gastos del viaje. Así se verifica en el testimonio de un pleito que a fines de ese siglo, Marina todavía seguía con los oficiales reales, "sobre tres mil pesos de oro que truxe (traje) de dote al tiempo que me casé con don Pedro de Valdivia, por haberlos gastado el susodicho en servicio del Rey en este reino (Chile) y en el del Pirú."
        Pasó largo tiempo desde la partida del "susodicho", pero de lo prometido cuando se fue, nada. 
De vez en cuando en todo caso, llegaba a La Serena una carta y algún dinero enviado por Pedro. Si bien con  el mensajero seguramente venía también a la comarca el rumor: que Valdivia vivía amancebado con una fulana, una cacereña de apellido Suárez, en aquella tierra donde terminan las Indias y el mundo, el Nuevo Extremo.

—Tal vez sean sólo habladurías y envidias...
No mi señora, no puede ser más cierto. Verá vuestra merced: el licenciado Pedro de La Gasca, clérigo Virrey del Perú y representante de la “Santa y Jeneral Inquisición”, ha  procesado a Pedro “porque está en adulterio con esa mujer, y  duermen en una cama y comen en un plato”, entre otros cargos. Y la sentencia del juicio le impuso a su marido, textualmente, la siguiente obligación: “Que no converse deshonestamente con Inés Suárez, ni viva con ella en una casa, ni  entre ni esté con ella en lugar sospechoso, de forma que cese toda sospecha de que entre ellos  hay carnal participación".

        Católica ferviente, Marina consolaba su soledad en la oración, y acaso seguía pidiendo a Dios que cuidara a su Pedro.

Somos una mesma cosa


        Veinte años se fueron y con ellos su juventud, esperando, rezando. Hasta que un día del invierno de 1553 su hermano Diego Nieto de Gaete se presentó en su casa junto al que se había llevado a Pedro, Alderete. Venían de Chile, la Nueva Extremadura conquistada por Valdivia en las Indias, con una carta de éste y una apreciable cantidad de oro. Su marido por fin la llamaba a su lado.
        No es difícil presentir el tenor de aquella carta: Que le perdonara, pues no mandó por ella antes porque los gastos hechos en la conquista de Chile y en la pacificación del Perú lo hicieron imposible; que tuvo que sortear inmensas dificultades para someter aquella tierra; que habían intentado asesinarle dos veces, que los indómitos naturales estuvieron a punto de aniquilar la colonia, en fin. Pero todo lo había hecho por ella; que nunca dejó de amarla y "somos ambos una mesma cosa, y no hay merced que se iguale a vuestra compañía". 
        Y aunque tarde, cumplía la promesa hecha al partir, asegurando un futuro brillante para los dos. Pues el Virrey le había nombrado Gobernador, y si bien los indígenas se resistían con denuedo al dominio castellano, muchos ya servían sumisos; que unos lavaderos que explotaba cerca de ciudad de la Concepción daban peñascos de oro del tamaño de una nuez; que tenía ya  fundadas siete ciudades y que, maestro de la galantería, cuando ella llegara habría fundada una que honraría su nombre, Santa Marina de Gaete (hoy Osorno ). 
        A esta altura Marina ya debe haber estado persuadida. Con la misma astucia que conquistaba territorios, Valdivia reconquistaba a su mujer. ¡Una ciudad para ella! Que además la declaraba, para siempre, santa. Porque aún en el siglo XVI, sólo una santa podía aguantarle veinte años de abandono y adulterio. Le rogaba partiera lo antes posible, a formar la familia pendiente; que con el oro enviado  cubriera los gastos del viaje y comprara lo necesario para alhajar el palacete que ya había construido para ellos en la Concepción. Que trajese a todos los parientes que quisieran acompañarla pues la tierra era vastísima y era tal,  “que para poder vivir en ella y perpetuarse no la hay mejor en el  mundo, y parece la crió Dios a posta para tenerlo todo a mano." 
        Aunque ya estaba un poco demás, Alderete por su parte la entusiasmaba contándole que Pedro le había encargado ir a la Corte, a solicitar para su marido el hábito y la cruz de caballero de la Orden de Santiago. El título de marqués o de conde, la extensión de los límites de su gobernación hasta el Estrecho de Magallanes, y el sueldo de por vida de diez mil pesos anuales pagados por cuenta del Rey. Y no dudaba que Su Majestad concedería tan pingües beneficios, pues le llevaba setenta y seis mil doscientos pesos del oro de Chile, para demostrar a Su Majestad la riqueza de aquella tierra y el mérito del que se la había conquistado. Con todo, Marina no podía dejar de preguntarle:

Pero ¿Y la fulana, la amante de Pedro?
¿Cuál? ¿Doña Inés? No debe preocuparse ya mi señora por ella. Se ha vuelto muy piadosa, y está casada desde hace unos años con el buen caballero Quiroga, dedicada a criar a la hija mestiza de éste, Isabel.

¿Qué hay de esa tal María de Encío, y de Juana Jiménez?
Este... bueno, de eso yo no sé nada, pero mi señora debe entender que allá en las Indias, los hombres... yo mismo tengo un hijo, Diego de Alderete, habido en doncella que no es doña Esperanza, mi mujer.

Y Pedro, ¿Tiene hijos?
No mi señora.


La reina de la Nueva Extremadura

        Marina decidió partir junto a Valdivia, que la llamaba para honrarla como gobernadora de un país que a la distancia se presentaba muy próspero. A esa tierra de Chile, que sedujo a su ambicioso marido y se lo había arrebatado, pero ahora se abría generosa, conquistada y espléndida, para que fuera a regirla con él. De una vida pobre y monótona en una villa de campesinos, Marina se encaminaba a ser la dama principal de una inmensa provincia del Imperio. Había confiado en Dios, que ahora compensaba veinte años de soledad nada menos que con un reino.
        Comenzó los aprestos para el viaje. Irían con ella su hermano Diego Nieto, su hermana viuda Catalina Ortiz de Gaete con sus cuatro hijos y dos hijas, y su entrañable sobrina Catalina de Miranda. Pero de todas las comarcas extremeñas y cordobesas arribaba la parentela pidiendo ser incluidos en el viaje. De pronto la esposa engañada pasó de foco del chisme provinciano a ser la envidia de las mujeres y centro de adulaciones. Estaban deslumbrados por las noticias de la Nueva Extremadura, por la grandeza y prosperidad de su marido, y sobre todo con el oro que Alderete llevó a la Corte, el que enseguida se envió a Londres para aumentar la dote que el príncipe don Felipe hizo para desposar a la reina Maria I de Inglaterra. 
        La reina de la Nueva Extremadura por su parte, se preparaba para unirse al fin a su rey. Un documento de aquel tiempo nos deja ver, inconfundible, su entusiasmo femenino. Nuevamente de novia, con el dinero que mandó Pedro, Marina compró en subasta variedad de  artículos para la residencia del matrimonio gobernante. Muebles de lujo, los primeros que  habría en el tosco reino de Chile: “Un sillón de plata, una cama de terciopelo de damasco azul y la  madera dorada, seis sillas ricas de terciopelo azul y negro, plata labrada y una alfombra grande  turquesca”. Llevaba también "tres mil pesos en joyas de oro", y habrá comprado lo necesario para verse atractiva para Pedro, pues presumimos era ésta una de sus preocupaciones, si ya tenía más de cuarenta años. 
        El 19 de enero de 1554 Marina obtuvo del príncipe Felipe la licencia para viajar al nuevo  mundo. A su paso por Sevilla para embarcarse en Cádiz, la familia vio una señal que creyeron premonitoria del brillante futuro que les esperaba: estando Marina y sus parientes oyendo la misa que decía Francisco de Borja, la joven sobrina Catalina de Miranda observó perpleja que cuando el futuro santo se volvía hacia los feligreses, su rostro parecía rodeado por un resplandor de luz dorada. 
        Se embarcaron impacientes con destino a su futuro como linaje regente del reino de Chile, a principios de 1554, en el bergantín del maestre Juan de Mondragón. 
        Al desembarcar en las Indias en el puerto Nombre de Dios, Panamá, para seguir al sur, un Capitán esperaba en el muelle con  semblante grave. Venía apurado de Chile para dirigirse a España en la misma nave. Era Gaspar de Orense, que iba comisionado por el Cabildo de la capital del reino, Santiago, con información urgente: Pedro de Valdivia había muerto en forma desastrosa en una batalla con los indios. "Se lo comieron vivo, a bocados, durante tres días hasta que expiró”, decía el documento que el delegado llevaba a la Corte. El acta también solicitaba al Rey la confirmación de Francisco de Villagra como gobernador de Chile, y mencionaba que Valdivia dejaba una cuantiosa deuda.
 

Lo mucho que esta tierra me cuesta


        Barros Arana en la Historia General de Chile: “Los bienes de su esposo fueron embargados y vendidos por los oficiales reales con el objetivo de reintegrar al tesoro los capitales que aquél había tomado para adelantar la conquista. El Rey, por tres cédulas consecutivas, mandó que se asignase a aquella señora un repartimiento que correspondiese a su rango y a los servicios de Valdivia. Aunque se satisfizo en parte esta obligación, doña Marina no recibió de los gobernantes de Chile las consideraciones a que era merecedora la viuda del conquistador".
        Así puede constatarse en un documento en el cual los oficiales de la Caja Real de Santiago se justificaban ante el Virrey por no haber podido cobrar lo adeudado a la Corona, a fines de 1564: “En lo que toca a los cien mil pesos que el gobernador Valdivia debía, se le tomaron todos los bienes que tenía, así esclavos como ganados, casas, heredades, y se vendieron; y el valor de ello, así escrituras como dinero se han metido en la real caja […] En los dos mil pesos que debe doña Marina, por haber estado los naturales tan de guerra, y estar pobre, no se ha podido cobrar nada porque no tiene de que poder pagar”.
        Esos "naturales tan de guerra" eran los mapuche del territorio de Arauco, que se habían rebelado nuevamente contra el invasor castellano, luego que el gobernador
García Hurtado de Mendoza los sometiera brutalmente por un breve período. Allí, en Tucapel, estaba la encomienda de indios de Pedro de Valdivia, única herencia del conquistador que se le permitió recibir a doña Marina. Privada ahora de ella por la guerra, y sin otra forma de sostenerse, la viuda se dirigía al Rey, solicitándole una pensión, ese mismo año 1564:

 “El Gobernador mi señor conquistó este reino de Chile y pobló siete ciudades a su costa, y después de haberle sustentado quince años le mataron los indios; y por cédula y mandato de Su Majestad sucedí yo en sus repartimientos. Pero fue Nuestro Señor servido por nuestros pecados, y la provincia de Tucapel se reveló y alteró, en la conquista de la cual perdí cinco sobrinos que tenía por hijos. Y visto lo mucho que esta tierra me cuesta, y yo ser mujer y no tener sucesor, querría V.M. reciba cuatro o cinco mil indios los mejores de esta tierra [la encomienda de Valdivia], V.M. los tome en su cabeza y a cambio haga merced de darme de vuestra hacienda real una congrua sustentación [una pensión o tal vez una merced de tierras] en España, provincia del Pirú o ésta, conforme a la calidad de mi persona, casa y la encomienda que dejo, para que yo me sustente en estos pocos días que me quedan, pues que tan caro me han costado, y mis años ser de cincuenta y cinco arriba, los quisiera acabar con menos zozobra y cuidado que sustentando indios”.

        Así respondía esta petición en 1573 el Consejo de Indias: “Que en España no hay disposición para darle la recompensa que pide, y que se le dé cédula para que el gobernador de Chile otorgue a doña Marina Ortiz de Gaete competente recompensa a contento de ella, en lo más pacífico de aquella tierra vaco o que vacare. Y dada, reparta los indios de Arauco (Tucapel) y los demás que tiene doña Marina que fueren de su marido entre las personas que más hubieren servido para que los tengan y mantengan, conforme a las ordenanzas”.
        Varios años después, en 1578, el gobernador
Rodrigo de Quiroga explicaba al Rey por qué no había cumplido aquella resolución de 1573: “Podría ser que ante el acatamiento de V.M. se querelle de mi doña Marina diciendo que no he cumplido la cédula que V.M. le mandó dar para que, dejando ella el repartimiento de Arauco, se le diese otra tanta renta como la que tiene, en otra parte. Y para que V.M. sepa la verdad, oso decir que doña Marina no tiene todo el repartimiento que dejó el gobernador Valdivia, su marido, porque ha hecho dejación de mucha parte de él, que se ha dado y encomendado a parientes suyos; y lo que al presente tiene está de guerra y no le da renta alguna; y sin embargo desto, le daba yo en términos de esta ciudad de Santiago ciertos indios que andan en la labor de las minas de oro, y no los quiso”.
        Marina se acercaba por entonces a los setenta años, y seguramente juzgaba la tarea de sustentar una encomienda —que no era otra cosa sino explotar indios como esclavos— más apropiada para los implacables capitanes de la conquista que para una viuda anciana. Se creía en cambio merecedora a una pensión vitalicia del Rey porque su marido conquistó para éste un país, y había muerto en combate, sirviéndole.

 


En Santiago


        En el siglo XIX, Vicuña Mackenna señaló en su obra sobre la historia de esta ciudad: “Doña Marina vino a Santiago a encerrarse en la soledad del dolor, haciendo ofrenda a esa misma poética significación. La primera viuda ilustre de Santiago dejó establecido el culto de la Virgen de la Soledad, que todavía tiene un templo erigido en su nombre”.
        Se refiere el historiador, al parecer, a una de las dos capillas laterales al altar mayor que poseía la 
Iglesia de San Francisco, a fines del siglo XVI y principios del XVII, antes del terremoto de 1647. Al frente cruzando la actual Alameda, Marina tenía su solar, entre las calles de San Antonio y de las Claras (hoy Mc Iver). 
        El lugar debe haber tenido especial significado para ella: presidiendo el altar mayor de San Francisco se encontraba en aquel tiempo, al igual que hoy, la pequeña figura de la Virgen del Socorro, traída por Valdivia cuando vino a Chile en el arzón de su silla de montar. Probablemente se la entregó ella al despedirlo, allá en Extremadura.

 


Contrastes


        Diego Barros Arana escribió en su obra "Proceso de Pedro de Valdivia": “Por un triste contraste de la fortuna, ella, la mujer legítima del conquistador de Chile, relacionada con muchas personas que hicieron valer sus derechos en la corte, y que mereció mas de una vez la recomendación del Rey, vivió sin poder conseguir la recompensa a que la hacían acreedora los servicios de su marido, mientras Inés Suárez, la mujer oscura y sin relaciones de familia, la amante ilegitima de Valdivia, ocupaba el mas alto rango en la colonia, desposada como estaba con un caballero respetable —Rodrigo de Quiroga —, que murió desempeñando el cargo de gobernador de Chile”.
        Resulta interesante sin embargo, que el devenir del país que marcó el destino triste de Marina, esté estrechamente ligado a las circunstancias de su vida, en particular al viaje que se animó a hacer en el navío Mondragón.
        En efecto, aunque no tuvo hijos, un gran número de líderes de Chile de hoy y de ayer descienden de sus hermanos y de la familia que le acompañó en ese viaje. Por ejemplo,
Bernardo O’Higgins, Joaquín Lavín, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Ricardo Lagos y Augusto Pinochet son descendientes directos de su hermano Cristóbal Ortiz de Gaete. Isabel Allende, Patricio Aylwin, el cardenal Silva Henríquez, Eduardo Frei, y Jaime Guzmán descienden de su otro hermano Diego Nieto Ortiz de Gaete. Vicuña Mackenna, Marcelo Ríos, Alejandro Foxley, José Miguel Insulza y Sebastián Piñera de su hermana Catalina Ortiz de Gaete. La lista es tan sorprendente como interminable.
        Más aún, los descendientes de la familia de Marina que fueron o son parte de la élite de Chile constituyen apenas la excepción. De acuerdo al reciente hallazgo de los historiadores y genealogistas Retamal, Celis, Muñoz et. al., publicado en su obra Familias Fundadoras de Chile, cuya lectura nos movió a escribir este artículo,
varios cientos de miles de los chilenos comunes y corrientes de hoy descienden por vía legítima o natural de sus hermanos.
        En su riguroso trabajo de tres tomos estos investigadores concluyen: "En lo que respecta a la descendencia de los Ortiz de Gaete, es ella tan abundante que sobrepasa los límites de la imaginación más fértil [...] Se puede pues, en propiedad, hablar de la Gran Familia Chilena. El eufemismo tantas veces citado se ha tornado realidad en este estudio".
        Siendo así, no parece del todo exagerado agregar que la Gran Familia Chilena es, en buena parte, la familia de doña Marina Ortiz de Gaete.
        Curioso contraste de la fortuna. El ambicioso e infatigable Pedro de Valdivia dejó "memoria y fama" de sí, mas no descendencia que perpetuara su sangre en este país, su creatura. Tampoco la célebre salvadora de Santiago, Inés Suárez. Doña Marina en cambio apenas es recordada. Pero su linaje se encamina seguro al futuro, latiendo silente en los hijos de Chile, y dando forma a esta tierra que a ella, también, tanto le costó.
        Marina Ortiz de Gaete testó en Santiago el 12 de abril de 1592 y murió poco después. Sus restos yacen en el subsuelo de la venerable Iglesia de San Francisco de la Alameda.
        
        Si eres chileno, entra a saludar a tu tía Marina cuando pases por ahí.



Bibliografía en artículo de wikipedia