sábado, 28 de febrero de 2009

Marina Ortiz de Gaete


Pedro vio a Marina en el único sitio donde podía encontrarla en público: a la salida de misa. Marina tenía trece años y todavía la vestían con las crinolinas almidonadas de la infancia. Iba acompañada por su dueña y una esclava, que sostenía un parasol sobre su cabeza, aunque el día estaba nublado; jamás un rayo de luz directa había tocado la piel translúcida de aquella muchacha pálida. Tenía el rostro de un ángel, el cabello rubio y luminoso, el andar vacilante de quien carga con demasiadas enaguas.
Isabel Allende en una de sus novelas.

Nació por 1509 en Zalamea de La Serena, un pueblo de la provincia de Badajoz, comunidad de Extremadura, España. Fue hija del caballero hidalgo de origen vizcaíno Francisco Ortiz, y de Leonor González de Gaete, de noble familia cordobesa. 
        Se enamoró adolescente del capitán Pedro de Valdivia, un hidalgo más bien pobre, pero con cierto porte de señor, "amigo de andar bien vestido y lustroso", cuenta uno que le conoció. Casaron hacia 1527 y vivieron de la pensión de soldado de Pedro y de labores agrícolas y de pastoreo en las tierras de la familia de Marina en las llanuras de la comarca de La Serena. No tuvieron hijos. 
        Poco antes del matrimonio, Pedro estaba de regreso en su natal Extremadura luego de servir con distinción en el ejército del emperador Carlos V, en las campañas de Flandes en 1521 y en Italia entre 1522 y 1525. Se había enrolado muy joven en la milicia española como simple soldado, desempeñándose a las órdenes de dos de los más insignes tácticos de ese siglo, Próspero Colonna y el Marqués de Pescara, con quienes se ilustró en el oficio militar. "Esta manera de servir a Su Majestad, decía él mismo con evidente orgullo, me mostraron mis padres y deprendí yo de los generales de S.M. a quienes he seguido en la profesión que he hecho de la guerra". 
        Casado ahora el guerrero, capitán de la mejor milicia del mundo de aquel tiempo, vivía sin embargo reposadamente, dedicado a la agricultura con su mujer. Para un oficial del ejército imperial español del siglo XVI no era ésta, ciertamente, la mejor forma de servir a "Dios y al Rey". 
        Porque Valdivia además era astuto y ambicioso, y tenía un inusual gusto por el vértigo de la aventura incierta. Con sueños de celebridad y grandeza, no podía entonces estar conforme pasando sus mejores años ocupado en criar animales. Le imaginamos por la campiña extremeña en estos trabajos, pero con su mente volviendo persistente, atrapada por el ensueño, a ese momento inolvidable en Lombardía cuando integrando el escuadrón de arcabuceros que decidió la famosa batalla de Pavía, vio caer herido frente a él, y rendirse con un estoque español al cuello, al propio rey Francisco I de Francia. Había pues contemplado de cerca el rostro de la gloria. Mas ahora debía encargarse de la cosecha o de arrear las ovejas, mientras por toda España volaba la fama de las hazañas de los extremeños Hernán Cortés en la Nueva España y Pizarro en el Perú, y de muchos otros hidalgos sin oficio militar que hacían nombre e inmensas fortunas en las Indias. 
        Así que debe haber estado harto de la vida campesina cuando hacia fines de 1534 vino a verle su entrañable amigo y camarada de las guerras italianas, el capitán Jerónimo de Alderete. Reclutaba hombres con experiencia militar para la  conquista de la provincia de Paria en Venezuela, "un paraíso terrenal de innumerables poblaciones y riquezas", decía el pregón de la época. Podemos suponer que no dudó en partir al Nuevo Mundo resuelto a cambiar, a punta de espada y astucia, su destino de labrador por el de conquistador y señor de provincias exóticas, "para dejar memoria y fama de mí, ganándolas por la guerra, como un soldado". 
        ¿Y Marina? La vida habrá cambiado mucho en los quinientos años que nos separan de esos días. No así, presumimos, las promesas que los hombres hacemos en tales circunstancias: Que enviaría por ella en breve, apenas pudiese establecerse en alguna comarca con una encomienda de vasallos para servirla, como noble que era. O tal vez un regreso cargado de fortuna para darle la vida que por su cuna merecía.
        Se fue Valdivia a América no sólo con sus sueños, sino también con la plata que había aportado Marina en dote para el matrimonio. Como el bisoño conquistador era medio pobre, no tenía de dónde más financiar los considerables gastos del viaje. Así se verifica en el testimonio de un pleito que a fines de ese siglo, Marina todavía seguía con los oficiales reales, "sobre tres mil pesos de oro que truxe (traje) de dote al tiempo que me casé con don Pedro de Valdivia, por haberlos gastado el susodicho en servicio del Rey en este reino (Chile) y en el del Pirú."
        Pasó largo tiempo desde la partida del "susodicho", pero de lo prometido cuando se fue, nada. 
De vez en cuando en todo caso, llegaba a La Serena una carta y algún dinero enviado por Pedro. Si bien con  el mensajero seguramente venía también a la comarca el rumor: que Valdivia vivía amancebado con una fulana, una cacereña de apellido Suárez, en aquella tierra donde terminan las Indias y el mundo, el Nuevo Extremo.

—Tal vez sean sólo habladurías y envidias...
No mi señora, no puede ser más cierto. Verá vuestra merced: el licenciado Pedro de La Gasca, clérigo Virrey del Perú y representante de la “Santa y Jeneral Inquisición”, ha  procesado a Pedro “porque está en adulterio con esa mujer, y  duermen en una cama y comen en un plato”, entre otros cargos. Y la sentencia del juicio le impuso a su marido, textualmente, la siguiente obligación: “Que no converse deshonestamente con Inés Suárez, ni viva con ella en una casa, ni  entre ni esté con ella en lugar sospechoso, de forma que cese toda sospecha de que entre ellos  hay carnal participación".

        Católica ferviente, Marina consolaba su soledad en la oración, y acaso seguía pidiendo a Dios que cuidara a su Pedro.

Somos una mesma cosa


        Veinte años se fueron y con ellos su juventud, esperando, rezando. Hasta que un día del invierno de 1553 su hermano Diego Nieto de Gaete se presentó en su casa junto al que se había llevado a Pedro, Alderete. Venían de Chile, la Nueva Extremadura conquistada por Valdivia en las Indias, con una carta de éste y una apreciable cantidad de oro. Su marido por fin la llamaba a su lado.
        No es difícil presentir el tenor de aquella carta: Que le perdonara, pues no mandó por ella antes porque los gastos hechos en la conquista de Chile y en la pacificación del Perú lo hicieron imposible; que tuvo que sortear inmensas dificultades para someter aquella tierra; que habían intentado asesinarle dos veces, que los indómitos naturales estuvieron a punto de aniquilar la colonia, en fin. Pero todo lo había hecho por ella; que nunca dejó de amarla y "somos ambos una mesma cosa, y no hay merced que se iguale a vuestra compañía". 
        Y aunque tarde, cumplía la promesa hecha al partir, asegurando un futuro brillante para los dos. Pues el Virrey le había nombrado Gobernador, y si bien los indígenas se resistían con denuedo al dominio castellano, muchos ya servían sumisos; que unos lavaderos que explotaba cerca de ciudad de la Concepción daban peñascos de oro del tamaño de una nuez; que tenía ya  fundadas siete ciudades y que, maestro de la galantería, cuando ella llegara habría fundada una que honraría su nombre, Santa Marina de Gaete (hoy Osorno ). 
        A esta altura Marina ya debe haber estado persuadida. Con la misma astucia que conquistaba territorios, Valdivia reconquistaba a su mujer. ¡Una ciudad para ella! Que además la declaraba, para siempre, santa. Porque aún en el siglo XVI, sólo una santa podía aguantarle veinte años de abandono y adulterio. Le rogaba partiera lo antes posible, a formar la familia pendiente; que con el oro enviado  cubriera los gastos del viaje y comprara lo necesario para alhajar el palacete que ya había construido para ellos en la Concepción. Que trajese a todos los parientes que quisieran acompañarla pues la tierra era vastísima y era tal,  “que para poder vivir en ella y perpetuarse no la hay mejor en el  mundo, y parece la crió Dios a posta para tenerlo todo a mano." 
        Aunque ya estaba un poco demás, Alderete por su parte la entusiasmaba contándole que Pedro le había encargado ir a la Corte, a solicitar para su marido el hábito y la cruz de caballero de la Orden de Santiago. El título de marqués o de conde, la extensión de los límites de su gobernación hasta el Estrecho de Magallanes, y el sueldo de por vida de diez mil pesos anuales pagados por cuenta del Rey. Y no dudaba que Su Majestad concedería tan pingües beneficios, pues le llevaba setenta y seis mil doscientos pesos del oro de Chile, para demostrar a Su Majestad la riqueza de aquella tierra y el mérito del que se la había conquistado. Con todo, Marina no podía dejar de preguntarle:

Pero ¿Y la fulana, la amante de Pedro?
¿Cuál? ¿Doña Inés? No debe preocuparse ya mi señora por ella. Se ha vuelto muy piadosa, y está casada desde hace unos años con el buen caballero Quiroga, dedicada a criar a la hija mestiza de éste, Isabel.

¿Qué hay de esa tal María de Encío, y de Juana Jiménez?
Este... bueno, de eso yo no sé nada, pero mi señora debe entender que allá en las Indias, los hombres... yo mismo tengo un hijo, Diego de Alderete, habido en doncella que no es doña Esperanza, mi mujer.

Y Pedro, ¿Tiene hijos?
No mi señora.


La reina de la Nueva Extremadura

        Marina decidió partir junto a Valdivia, que la llamaba para honrarla como gobernadora de un país que a la distancia se presentaba muy próspero. A esa tierra de Chile, que sedujo a su ambicioso marido y se lo había arrebatado, pero ahora se abría generosa, conquistada y espléndida, para que fuera a regirla con él. De una vida pobre y monótona en una villa de campesinos, Marina se encaminaba a ser la dama principal de una inmensa provincia del Imperio. Había confiado en Dios, que ahora compensaba veinte años de soledad nada menos que con un reino.
        Comenzó los aprestos para el viaje. Irían con ella su hermano Diego Nieto, su hermana viuda Catalina Ortiz de Gaete con sus cuatro hijos y dos hijas, y su entrañable sobrina Catalina de Miranda. Pero de todas las comarcas extremeñas y cordobesas arribaba la parentela pidiendo ser incluidos en el viaje. De pronto la esposa engañada pasó de foco del chisme provinciano a ser la envidia de las mujeres y centro de adulaciones. Estaban deslumbrados por las noticias de la Nueva Extremadura, por la grandeza y prosperidad de su marido, y sobre todo con el oro que Alderete llevó a la Corte, el que enseguida se envió a Londres para aumentar la dote que el príncipe don Felipe hizo para desposar a la reina Maria I de Inglaterra. 
        La reina de la Nueva Extremadura por su parte, se preparaba para unirse al fin a su rey. Un documento de aquel tiempo nos deja ver, inconfundible, su entusiasmo femenino. Nuevamente de novia, con el dinero que mandó Pedro, Marina compró en subasta variedad de  artículos para la residencia del matrimonio gobernante. Muebles de lujo, los primeros que  habría en el tosco reino de Chile: “Un sillón de plata, una cama de terciopelo de damasco azul y la  madera dorada, seis sillas ricas de terciopelo azul y negro, plata labrada y una alfombra grande  turquesca”. Llevaba también "tres mil pesos en joyas de oro", y habrá comprado lo necesario para verse atractiva para Pedro, pues presumimos era ésta una de sus preocupaciones, si ya tenía más de cuarenta años. 
        El 19 de enero de 1554 Marina obtuvo del príncipe Felipe la licencia para viajar al nuevo  mundo. A su paso por Sevilla para embarcarse en Cádiz, la familia vio una señal que creyeron premonitoria del brillante futuro que les esperaba: estando Marina y sus parientes oyendo la misa que decía Francisco de Borja, la joven sobrina Catalina de Miranda observó perpleja que cuando el futuro santo se volvía hacia los feligreses, su rostro parecía rodeado por un resplandor de luz dorada. 
        Se embarcaron impacientes con destino a su futuro como linaje regente del reino de Chile, a principios de 1554, en el bergantín del maestre Juan de Mondragón. 
        Al desembarcar en las Indias en el puerto Nombre de Dios, Panamá, para seguir al sur, un Capitán esperaba en el muelle con  semblante grave. Venía apurado de Chile para dirigirse a España en la misma nave. Era Gaspar de Orense, que iba comisionado por el Cabildo de la capital del reino, Santiago, con información urgente: Pedro de Valdivia había muerto en forma desastrosa en una batalla con los indios. "Se lo comieron vivo, a bocados, durante tres días hasta que expiró”, decía el documento que el delegado llevaba a la Corte. El acta también solicitaba al Rey la confirmación de Francisco de Villagra como gobernador de Chile, y mencionaba que Valdivia dejaba una cuantiosa deuda.
 

Lo mucho que esta tierra me cuesta


        Barros Arana en la Historia General de Chile: “Los bienes de su esposo fueron embargados y vendidos por los oficiales reales con el objetivo de reintegrar al tesoro los capitales que aquél había tomado para adelantar la conquista. El Rey, por tres cédulas consecutivas, mandó que se asignase a aquella señora un repartimiento que correspondiese a su rango y a los servicios de Valdivia. Aunque se satisfizo en parte esta obligación, doña Marina no recibió de los gobernantes de Chile las consideraciones a que era merecedora la viuda del conquistador".
        Así puede constatarse en un documento en el cual los oficiales de la Caja Real de Santiago se justificaban ante el Virrey por no haber podido cobrar lo adeudado a la Corona, a fines de 1564: “En lo que toca a los cien mil pesos que el gobernador Valdivia debía, se le tomaron todos los bienes que tenía, así esclavos como ganados, casas, heredades, y se vendieron; y el valor de ello, así escrituras como dinero se han metido en la real caja […] En los dos mil pesos que debe doña Marina, por haber estado los naturales tan de guerra, y estar pobre, no se ha podido cobrar nada porque no tiene de que poder pagar”.
        Esos "naturales tan de guerra" eran los mapuche del territorio de Arauco, que se habían rebelado nuevamente contra el invasor castellano, luego que el gobernador
García Hurtado de Mendoza los sometiera brutalmente por un breve período. Allí, en Tucapel, estaba la encomienda de indios de Pedro de Valdivia, única herencia del conquistador que se le permitió recibir a doña Marina. Privada ahora de ella por la guerra, y sin otra forma de sostenerse, la viuda se dirigía al Rey, solicitándole una pensión, ese mismo año 1564:

 “El Gobernador mi señor conquistó este reino de Chile y pobló siete ciudades a su costa, y después de haberle sustentado quince años le mataron los indios; y por cédula y mandato de Su Majestad sucedí yo en sus repartimientos. Pero fue Nuestro Señor servido por nuestros pecados, y la provincia de Tucapel se reveló y alteró, en la conquista de la cual perdí cinco sobrinos que tenía por hijos. Y visto lo mucho que esta tierra me cuesta, y yo ser mujer y no tener sucesor, querría V.M. reciba cuatro o cinco mil indios los mejores de esta tierra [la encomienda de Valdivia], V.M. los tome en su cabeza y a cambio haga merced de darme de vuestra hacienda real una congrua sustentación [una pensión o tal vez una merced de tierras] en España, provincia del Pirú o ésta, conforme a la calidad de mi persona, casa y la encomienda que dejo, para que yo me sustente en estos pocos días que me quedan, pues que tan caro me han costado, y mis años ser de cincuenta y cinco arriba, los quisiera acabar con menos zozobra y cuidado que sustentando indios”.

        Así respondía esta petición en 1573 el Consejo de Indias: “Que en España no hay disposición para darle la recompensa que pide, y que se le dé cédula para que el gobernador de Chile otorgue a doña Marina Ortiz de Gaete competente recompensa a contento de ella, en lo más pacífico de aquella tierra vaco o que vacare. Y dada, reparta los indios de Arauco (Tucapel) y los demás que tiene doña Marina que fueren de su marido entre las personas que más hubieren servido para que los tengan y mantengan, conforme a las ordenanzas”.
        Varios años después, en 1578, el gobernador
Rodrigo de Quiroga explicaba al Rey por qué no había cumplido aquella resolución de 1573: “Podría ser que ante el acatamiento de V.M. se querelle de mi doña Marina diciendo que no he cumplido la cédula que V.M. le mandó dar para que, dejando ella el repartimiento de Arauco, se le diese otra tanta renta como la que tiene, en otra parte. Y para que V.M. sepa la verdad, oso decir que doña Marina no tiene todo el repartimiento que dejó el gobernador Valdivia, su marido, porque ha hecho dejación de mucha parte de él, que se ha dado y encomendado a parientes suyos; y lo que al presente tiene está de guerra y no le da renta alguna; y sin embargo desto, le daba yo en términos de esta ciudad de Santiago ciertos indios que andan en la labor de las minas de oro, y no los quiso”.
        Marina se acercaba por entonces a los setenta años, y seguramente juzgaba la tarea de sustentar una encomienda —que no era otra cosa sino explotar indios como esclavos— más apropiada para los implacables capitanes de la conquista que para una viuda anciana. Se creía en cambio merecedora a una pensión vitalicia del Rey porque su marido conquistó para éste un país, y había muerto en combate, sirviéndole.

 


En Santiago


        En el siglo XIX, Vicuña Mackenna señaló en su obra sobre la historia de esta ciudad: “Doña Marina vino a Santiago a encerrarse en la soledad del dolor, haciendo ofrenda a esa misma poética significación. La primera viuda ilustre de Santiago dejó establecido el culto de la Virgen de la Soledad, que todavía tiene un templo erigido en su nombre”.
        Se refiere el historiador, al parecer, a una de las dos capillas laterales al altar mayor que poseía la 
Iglesia de San Francisco, a fines del siglo XVI y principios del XVII, antes del terremoto de 1647. Al frente cruzando la actual Alameda, Marina tenía su solar, entre las calles de San Antonio y de las Claras (hoy Mc Iver). 
        El lugar debe haber tenido especial significado para ella: presidiendo el altar mayor de San Francisco se encontraba en aquel tiempo, al igual que hoy, la pequeña figura de la Virgen del Socorro, traída por Valdivia cuando vino a Chile en el arzón de su silla de montar. Probablemente se la entregó ella al despedirlo, allá en Extremadura.

 


Contrastes


        Diego Barros Arana escribió en su obra "Proceso de Pedro de Valdivia": “Por un triste contraste de la fortuna, ella, la mujer legítima del conquistador de Chile, relacionada con muchas personas que hicieron valer sus derechos en la corte, y que mereció mas de una vez la recomendación del Rey, vivió sin poder conseguir la recompensa a que la hacían acreedora los servicios de su marido, mientras Inés Suárez, la mujer oscura y sin relaciones de familia, la amante ilegitima de Valdivia, ocupaba el mas alto rango en la colonia, desposada como estaba con un caballero respetable —Rodrigo de Quiroga —, que murió desempeñando el cargo de gobernador de Chile”.
        Resulta interesante sin embargo, que el devenir del país que marcó el destino triste de Marina, esté estrechamente ligado a las circunstancias de su vida, en particular al viaje que se animó a hacer en el navío Mondragón.
        En efecto, aunque no tuvo hijos, un gran número de líderes de Chile de hoy y de ayer descienden de sus hermanos y de la familia que le acompañó en ese viaje. Por ejemplo,
Bernardo O’Higgins, Joaquín Lavín, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Ricardo Lagos y Augusto Pinochet son descendientes directos de su hermano Cristóbal Ortiz de Gaete. Isabel Allende, Patricio Aylwin, el cardenal Silva Henríquez, Eduardo Frei, y Jaime Guzmán descienden de su otro hermano Diego Nieto Ortiz de Gaete. Vicuña Mackenna, Marcelo Ríos, Alejandro Foxley, José Miguel Insulza y Sebastián Piñera de su hermana Catalina Ortiz de Gaete. La lista es tan sorprendente como interminable.
        Más aún, los descendientes de la familia de Marina que fueron o son parte de la élite de Chile constituyen apenas la excepción. De acuerdo al reciente hallazgo de los historiadores y genealogistas Retamal, Celis, Muñoz et. al., publicado en su obra Familias Fundadoras de Chile, cuya lectura nos movió a escribir este artículo,
varios cientos de miles de los chilenos comunes y corrientes de hoy descienden por vía legítima o natural de sus hermanos.
        En su riguroso trabajo de tres tomos estos investigadores concluyen: "En lo que respecta a la descendencia de los Ortiz de Gaete, es ella tan abundante que sobrepasa los límites de la imaginación más fértil [...] Se puede pues, en propiedad, hablar de la Gran Familia Chilena. El eufemismo tantas veces citado se ha tornado realidad en este estudio".
        Siendo así, no parece del todo exagerado agregar que la Gran Familia Chilena es, en buena parte, la familia de doña Marina Ortiz de Gaete.
        Curioso contraste de la fortuna. El ambicioso e infatigable Pedro de Valdivia dejó "memoria y fama" de sí, mas no descendencia que perpetuara su sangre en este país, su creatura. Tampoco la célebre salvadora de Santiago, Inés Suárez. Doña Marina en cambio apenas es recordada. Pero su linaje se encamina seguro al futuro, latiendo silente en los hijos de Chile, y dando forma a esta tierra que a ella, también, tanto le costó.
        Marina Ortiz de Gaete testó en Santiago el 12 de abril de 1592 y murió poco después. Sus restos yacen en el subsuelo de la venerable Iglesia de San Francisco de la Alameda.
        
        Si eres chileno, entra a saludar a tu tía Marina cuando pases por ahí.



Bibliografía en artículo de wikipedia